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La siega

 

La siega del cereal era una actividad de gran importancia para las familias de jornaleros, puesto que su llegada significaba ocupación e ingresos asegurados durante los largos meses estivales. En los campos de mediano tamaño ocupaba a todos los integrantes de la familia, incluyendo a parientes más o menos cercanos, puesto que era necesario ayudarse entre todos a fin de acabar pronto y tener el grano listo para la venta. Distinto era, sin embargo, el procedimiento de los grandes propietarios, los cuales contrataban o “ajustaban” a cuadrillas de segadores venidos a veces desde muy lejos para efectuar el trabajo. Las cuadrillas, cargadas con sus alforjas y hoces, salían de los pueblos a principios de junio en grupos más o menos numerosos, y marchaban por caminos polvorientos en busca de las grandes haciendas cerealistas, donde la faena estaba casi asegurada.                                                    

La apariencia del segador resultaba inconfundible: ropas bastas y gastadas, remendadas por largos años de uso; pantalones de pana, camisas de algodón y pañuelo anudado al cuello. En la cabeza no podía faltar el gran sombrero de paja, mientras que los pies se calzaban con unas abarcas aseguradas al empeine y el tobillo con correas entrelazadas. Estos “agosteros” regresaban normalmente a los mismos campos de años anteriores, y una vez ajustada la faena se alojaban en la casa del “amo”, a menudo en los graneros o en las cuadras que éste ponía a su disposición. No era raro, sin embargo, que hombres y mujeres durmiesen directamente en los campos, bien “al raso” o bien habilitando cada noche en el rastrojo una estructura con gavillas, lo que les servía de refugio improvisado en caso de tormenta.

 

Las cuadrillas ajustaban su trabajo “a destajo” o “a jornal”. En el primer caso se recibía una cantidad dada por cada fanega de candeal segado, mientras que el jornal significaba un sueldo idéntico para cada trabajador excepto para el jefe de cuadrilla o “manijero”, que recibía siempre algo más. En cualquier caso, la faena de siega era una actividad agotadora que duraba de sol a sol y en la que no había domingos ni jornadas de descanso. Normalmente sólo se paraba el 25 de julio, día de Santiago. El resto suponía un esforzado trabajo contrarreloj para finalizar antes que llegasen las temibles “nubes” de granizo, propias de mediados de verano, lo que podía dar al traste en solo una hora con la cosecha y los desvelos de todo un año.

El trabajo daba comienzo alrededor de las cinco de la mañana. A esa hora los segadores marchaban con buen paso hacia los campos, y ya con la primera claridad del día comenzaba la ardua tarea de mover la hoz y cortar el tallo de la espiga, blando y suave por el relente. Se paraba únicamente a media mañana y a mediodía, y comían lo que los segadores tenían comprado en el pueblo a cuenta de la paga: sopas de ajo, chorizo, tocino, migas o gazpacho, según se terciase. En otras zonas de La Mancha, en cambio, la comida era por cuenta del propietario y éste les habilitaba todo lo necesario para que el “hatero” preparase el rancho. El “hatero” estaba a cargo del “hato”, un lugar a propósito en el rastrojo donde se guardaba todo lo necesario para la siega: los aparejos de las mulas, piedras de afilar y hoces de repuesto, el cántaro de agua y los botijos, el saco con el pan, los condimentos o las verduras. Cuando la familia se desplazaba al completo hasta los campos de mies, los más pequeños quedaban también en el rastrojo, bajo un toldo y al cuidado de un mozalbete que hacía las veces de hermano mayor.

 

Hombres, mujeres y adolescentes trabajaban al unísono, los mayores llevando hasta tres surcos y los jóvenes uno o dos, según sus capacidades. Con una mano se cogía la mies, protegida por la “zoqueta”, mientras que la otra empuñaba firmemente la hoz e iba realizando el corte de las espigas. La mies cortada se ataba en gavillas para que quedase bien sujeta, y después se cargaba en el carro o galera formando grandes y espectaculares montones para su traslado hasta las eras, donde se extendía en “parvas” para el posterior trillado. Y así, hora tras hora, surco tras surco, el trabajo y los segadores avanzaban infatigables hasta la puesta de sol:

 

Ya se está poniendo el sol.

Ya se debiera haber puesto.

Para el jornal que ganamos

no es menester tanto tiempo.

 

Esta era la hora más ansiada de la jornada. Llegaba la noche y el tiempo de descanso. Los padres iban en busca de los niños, se afilaban las hoces, se tomaba un refrigerio y todos marchaban después al pueblo para comprar la comida del día siguiente y alojarse en las dependencias del dueño. Otras veces, la gran distancia de los campos al pueblo obligaba a hacer noche en el mismo rastrojo. Para ello se juntaban algunos haces de mies, se extendían otros por el suelo y así, vestidos y con una simple manta por encima para ahuyentar el frío de la madrugada, los segadores tomaban el merecido descanso a la espera de un nuevo y duro día de trabajo.

 

 

La esquila

 

La técnica tradicional  del esquileo consistía en inmovilizar al animal atándole las patas, para cortar su lana, desde siempre con tijera, y luego con maquinilla manual; esa técnica evolucionó hace bastantes años, al adoptar los esquiladores maquinas eléctricas que les permitieron, con menor esfuerzo, conseguir mayor rapidez y mejor calidad en el vellón, que salía entero y con la lana más larga; ahora, se ha introducido con mucha fuerza la técnica australiana, que consiste en colocar a los animales sentados y sin atar, con la cabeza sujeta entre las piernas del esquilador. En esa postura, parece que las ovejas no se estresan tanto. Ello redunda en un aumento considerable de la productividad del esquilador, que pasa de 50 a 60 ovejas por esquilador y día a cerca de 200 ovejas. Con la técnica australiana, un esquilador experimentado puede esquilar una oveja en dos minutos y el ganadero no necesita tener estabulado el ganado más de un día o dos.

A pesar de la incuestionable mejora, yo probaría llevar al ganado por su propio pie, encajonado por pasillos, hacia mesas giratorias con comedero, y probaría a esquilar a las ovejas mientras comen. Se evitarían las graves dolencias lumbares de los esquiladores, que seguro mejoraban aún más la productividad australiana, y se hacía innecesaria la figura del arrimador. También es posible que esta idea no funcione, que una cosa es ordeñar y otra cortar lana en un corral.

 

En nuestro pueblo siempre ha habido cuadrillas de esquiladores. Por tradición, esquilaban primero en Cornago hacia mediados de abril y luego salían en los meses de mayo y junio a esquilar por las provincias de alrededor; a mitad o finales de junio, algunos volvían al pueblo para cambiar las tijeras por la hoz, dedicándose, con la misma cuadrilla o con otra, a segar en las tierras sorianas hasta bien entrado el mes de julio; unos días de descanso y salían otra vez a la recogida de la fruta; después de las fiestas a vendemar y, con la llegada de los fríos, a podar para otros hasta que llegara de nuevo el esquileo. Una vida de mucho trabajo y sacrificio, pero de buenos jornales para quien no tenía ganado o tierras propias suficientes en el pueblo.

 

Este oficio tradicional pasaba de padres a hijos y se ejercía en cuadrilla. Constituían un gremio cerrado en el que nadie ajeno podía entrar. La cuadrilla elegía al capitán y con él seguían mientras cumpliera con su cometido, que consistía en organizar el trabajo y llevar las relaciones con el patrón que los contrataba: ajustar los jornales, los tiempos, la costa o manutención y la posada.

 

Cuentan, que los que se iniciaban en el oficio, no cobraban el jornal completo hasta la cuarta temporada, y que no salían a esquilar fuera del pueblo hasta el segundo año, con lo cual, la cuadrilla aseguraba, a quien los contrataba, cierto oficio en todos sus miembros, y a los aprendices, un plazo, no solo para aprender, también para acostumbrar su cuerpo a un trabajo incómodo (las dos primeras semanas eran muy duras, después se acostumbraba el cuerpo a la postura). Mientras, el aprendiz debía llevar con paciencia su papel haciendo las tareas que le encomendaban: hacer de pinches cocina y buscar el agua y la leña cuando no se ajustaban las costas, los recados pertinentes, alcanzarles el botijo o la bota cuando tenían sed los esquiladores, llevar a cabo las tareas de arrimador para que los esquiladores no se quedasen sin tajo, encargarse de las ovejas esquiladas, etc. Por esas tareas, en la primera temporada, que la hacían en el pueblo, no cobraban nada; en su primera salida trabajaban por la “costa”; en la segunda salida cobraban ya medio jornal  y su tercera salida la hacían como un miembro más de la cuadrilla.

 

Antes de mecanizar el oficio, las principales herramientas del esquilador eran: unas tijeras especiales, bien afiladas; una piedra de afilar; tiras de piel o cuerdas para inmovilizar a las ovejas atándoles las patas y unos polvos de carbón machacado que llamaban “moreno”, para cerrar las heridas que pudieran causar a las ovejas con las tijeras y que las moscas no hicieran puesta de huevos en ellas.

 

De su formalidad y buen oficio dependía que contrataran a la cuadrilla los años siguientes: el buen esquilador, además de esquilar rápido, debía sacar el vellón de lana largo de pelo, entero y hecho una bola, para que no se estropease ni ensuciase; a la vez, debía dejar intactos a los animales: respetándoles el pezón de las ubres, muy fáciles de cortar en las corderas jóvenes. Este hecho suponía un descrédito grande para la cuadrilla, pues el ganadero no podía destinar el animal a la cría y quedaba descontento. Comenzaban a esquilar por la paletilla hacia el cuello y la cabeza, iban dando la vuelta hasta llegar a la tripa; entonces tenían que destrabarlas para terminar por las patas, pero cada maestrillo tenía su librillo.

 

El día anterior a la esquila, encerraban a las ovejas en espacios pequeños y poco ventilados para que sudasen (embachar lo llamaban en algunos sitios), facilitando así el esquileo del día siguiente, que comenzaba con las primeras luces; se esquilaba en un lugar que dispusiera de buena luz y paja limpia en el suelo; cuando transcurrían tres horas, paraban a almorzar lo que hubiere o lo que hubieran ajustado con el pastor (sopas ahogadas, migas, tocino…); al medio día,  habas, garbanzos o alubias, patatas con chorizo, caracoles y carne, cuando el pastor había matado alguna res, también hacían rancho; por la noche, lo que hubiera sobrado. Cada cual con su cuchara y su navaja, que hacía de tenedor. A veces, si les traía cuenta, la cuadrilla podía  ajustar con alguna mujer el lavado de la ropa. En su maleta no iban más allá de dos mudas y una manta, pero les interesaba asearse cada día y cambiarse de ropa para no cargarse de pulgas. En los años 60 podían ajustar a 12 pesetas la oveja y la comida para todos, pudiendo incluir alguna res para tener carne.

 

El ganadero aprovechaba la esquila para poner los hierros de marcar a sus reses. Para ello utilizaba la pez caliente, que quedaba pegada en la piel de las ovejas para poder identificarlas como propias en caso de que se mezclaran con las de otro rebaño. También les hacían los cortes en las orejas a los ejemplares jóvenes. Las ovejas esquiladas quedan desprotegidas, por lo que el pastor debe administrar el tiempo de exposición al sol los días siguientes, hasta que les crece un poco la lana.

 

Antiguamente, los esquiladores hacían su trabajo en los corrales donde estaba el ganado y dormían en los pajares más cercanos; con la introducción de las máquinas eléctricas, el ganado tenían que acercarlo al pueblo para poder esquilarlo, lo que permitía a los esquiladores mejorar sus condiciones laborales, su aseo y su descanso.

 

 Había patrones espléndidos, a los que interesaba conservar, frente a otros más tacaños; la experiencia daba la sabiduría necesaria para saber lo que había que ajustar con cada cual, sin tener que sufrir más de lo necesario para llevar el jornal a casa.

 

Y pensar que hay peluquerías  donde se gastan dinerales por duchar, secar  y cortar el pelo a los canes señoritos... ¡Ah! algunos pastores aprovechaban para pedir las tijeras prestadas a los esquiladores y esquilar a los perros de pelo más largo. Y ellos mismos se prestaban también a que les cortaran el pelo los esquiladores con la maquinilla al estilo mochón (con o sin flequillo).

 

 

El molinero

 

En las almazaras o molinos de aceite, como popularmente aquí gustamos decir, ocurre igual que en las bodegas. Ha cambiado el acarreo de los carros a los remolques; ha cambiado la forma de moler la aceituna que antes se molía con piedras en forma cónica llamadas rulos y ahora se hace con máquina trituradora más compleja; ha cambiado la forma de extraer el aceite de la masa de la aceituna molida, que antes se hacía con prensa hidráulica donde intervenían los capachos y agua caliente, ahora se hace con máquina centrífuga, donde se calienta la masa para ser extraído el aceite por la fuerza centrífuga, saliendo por un lado el orujo, por otro el alpechín y por otro el aceite limpio. Todos estos cambios ha originado el ahorro de mano de obra muy importante.

 

 

El herrero

 

El herrero, que se dedicaba a trabajar el hierro que recibía sin labrar, en su taller denominado Fragua, hacía con él toda clase de trabajos, como eran los aros que servían de llantas para las ruedas de los carros; hacer todos los aperos de labranza como las rejas para los arados y calzarlas cuando se gastaban; hacer arados de los llamados romanos y calzarlos, cuando se gastaba el dental donde encajaba la reja; y todas las herramientas y utensilios propios para los trabajos agrícolas.

Era un oficio que también asumía las funciones propias de cerrajero, viéndose comprometido a hacer cerraduras, llaves, bisagras y pequeños herrajes en los que predominaba el trabajo de ajustado con la lima.

Para hacer bien su trabajo se tenía que rodear de elementos y herramientas adecuadas típicas del oficio, indispensable para realizar su trabajo. En una fragua se podía encontrar: Un fogón en el que se caldeaba el metal que se hacía forjar, y en el cual se activa la llama del carbón de piedra mediante un fuelle que emitía una corriente horizontal de aire. El yunque que era de hierro forjado con la cara superior plana de forma rectangular terminado en dos expansiones una cónica y otra prismática en forma piramidal, encontrándose ambas dentro del mismo plano de la tabla. Los martillos de diversos tamaños. Las tenazas también de varios tamaños. Un tornillo o más, de construcción robusta fijado a un banco de madera. La pileta del agua para enfriar las herramientas y las piezas trabajadas. Y un sin fin de utensilios.

 

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